viernes

“Quiero que digan: ésa era mi profesora”
Octubre de 2006 - Aprender es un juego de niños

Luz Marina Mahecha se levanta poco antes de que el sol despunte entre las montañas del sur de Bogotá dejando ver las miles de “invasiones” que conforman la comuna de Ciudad Bolívar. Madruga tanto porque tiene 13 hijos que atender, aunque en realidad no son suyos: son los niños que sus vecinas del barrio Caracolí dejan a su cuidado para poder ir a trabajar. En el barrio sólo uno de cada tres adultos tiene un trabajo legal y la población aumenta cada semana con la llegada de desplazados que abandonan las zonas rurales huyendo de los paramilitares y la guerrilla. Luz Marina, que aún no cumplió los 40 años, dejó hace dos sus empleos temporales como costurera o vendedora para dedicarse a tiempo completo a su labor de “madre comunitaria” en el marco de un proyecto que ya completa 20 años con el cual el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar atiende a 1,04 millones de niños, evitando que se queden en la calle o encerrados en sus hogares mientras sus padres cumplen con sus horarios laborales. Como Luz Marina, otras 5.000 madres comunitarias ejercen en Bogotá, y un total de 82.000 en todo el país. Un estudio hecho en el marco del Informe Mundial de Seguimiento de la Educación para Todos 2007 con adolescentes de 13 a 17 años muestra que los que participaron de niños en este programa tienen más posibilidades de permanecer en la escuela sin repetir curso.
Jornada completa
“Mi labor empieza a las cinco de la mañana, porque mi esposo sale temprano a trabajar y yo me levanto para hacer el desayuno de mis tres hijos, que van a la escuela en un barrio cercano, y empezar a preparar las cosas para los niños del jardín”, cuenta esta mujer rolliza, de brazos grandes y mejillas quemadas, más que por el sol, por el frío de los cerros bogotanos. “Cuando me propusieron trabajar con Bienestar Familiar, no lo pensé, aunque tuve que hacer muchos arreglos en la casa”. Por entonces, Luz Marina y su esposo, obrero de la construcción, vivían en una casa de ladrillo y tejas de metal construida en un terreno aplanado por ellos mismos. Adaptaron lo que era la sala y el comedor de la vivienda para acoger el jardín. Pintaron las paredes de esos dos cuartos, los únicos que tienen color en la rústica vivienda, y echaron colorante rojo al cemento del piso para que simulara baldosas. Con dos rejillas, separaron el ‘hogar infantil’ del resto de la casa: dos habitaciones y un patio techado que alberga muebles viejos. Por último, bautizaron el hogar con un letrero pintado con lápices en papel: “Mis Amiguitos”. Para Luz Marina, hacerse cargo de esos pequeños supuso poder tener un trabajo estable en su propia casa, evitando así los recorridos de hasta dos horas en autobús que realizaba cuando era empleada. Además, por su labor recibe una “beca” de 185.000 pesos (77 dólares) al mes, más una cuota voluntaria de entre 3 a 5 dólares que aportan los padres. El Instituto de Bienestar Familiar facilita dinero para comprar los alimentos y algunos materiales, como un televisor y la nevera.
Más que una guardería
Luz Marina no oculta que su trabajo le permite dar rienda suelta a sus habilidades de líder de su comunidad: “Con mi marido fuimos pioneros. Llegamos hace 11 años porque no teníamos para un alquiler en un sector mejor y nos preocupamos por mejorar el barrio: para tener tubería para el agua y conseguir los servicios de electricidad y teléfono, siempre hemos arrimado el hombro”, cuenta orgullosa. “Uno termina agotado. No es fácil, porque tenemos niños de varias edades. La más pequeña, Sharon, ya camina, va sola al baño y habla, habla mucho”, dice Luz Marina sonriendo. “Nunca pensé que iba a manejar tantos niños, porque uno a veces se estresa hasta con los propios”, dice. “Pero gracias a Dios, con estos niños me he sentido otra persona. Ya no es más un hijo de vecino que uno tiene que cuidar, sino que uno los empieza a sentir como propios. Juegas con ellos, te hacen reír, te cuentan cosas de su familia… Cuando se aprende a escucharlos, es mucho lo que le enseñan a uno”. La jornada se desarrolla así: tras la llegada y un lavado de manos, se desayuna con bienestarina, una harina que mezcla leche y nutrientes que distribuye el Estado para prevenir la desnutrición. Hacia las nueve y media comienza la actividad: “Cantamos, jugamos y hacemos ejercicios de preparación para la escuela. Después de las 11, empezamos a alistarnos para el almuerzo”. Luego, un poco de siesta y más actividad. Cuando hay suerte, en un antejardín polvoriento, y, si llueve, dentro. Por último, un poco de televisión, en general series infantiles educativas. De tanto en cuanto pasa un religioso y los niños reciben catequesis. A pesar de los madrugones, Luz Marina es una mujer motivada: “Me gustaría que estos niños lleguen a ser profesionales y que una pueda sentirse orgullosa de todo lo que hizo para que adelantaran. Como cuando tratas de que se muevan más y se vuelvan más despiertos, ágiles. O que muevan las manitos, porque hay muchos que vienen como tiesos. Quiero que el día de mañana, cuando me vean, puedan decir que hice algo por ellos y que digan: ésa era mi profesora”.